Hoy cumplimos cuatro años de abuelos. La verdad es que los cumplo sola y sola festejo la vida de Miguel y sola lloro tu partida.
¿Por qué me empeño en fechas?. Hoy hace tras años, un domingo, fue el último día que comiste. Tu y yo sabemos lo que eso significó.
Nos dejaron salir del hospital. Me sentía como creo que se debe sentir el preso al que enmedio de su encierro le otorgan un día de libertad. Yo me sentía así. ¿Y tu qué sentías?. Cómo me ha lacerado a lo largo de estos ya años sin ti, la certeza de que no fui capaz de comprender la magnitud de tu dolor.
Algún día de esa semana le dijiste a José Luis, que tenía que curarte ya porque el fín de semana era la fiesta de cumpleaños de tu nieto y tu tenías que estar ahí. Se lo reiteraste hasta el cansancio, tanto que te permitió salir el sábado advirtiendo que el domingo por la tarde teniamos que estar de regreso.
Dejamos el cuarto de hospital como se deja el propio cuando se va a algún lado. Recuerdo la sensación. Finalmente fue un respiro para los dos regresar a media mañana del sábado a la casa, a nuestra casa, a nuestro lugar; aún a sabiendas de que al día siguiente tendriamos que abandonarla para instalarnos de nuevo en el terrible hospital.
Te recuerdo agotado. Ni siquiera tuviste la posibilidad de decidir si ibas a la fiesta que te daba motivo a exigirle al médico que te curara ya. Tu cuerpo no te lo permitió. Por la noche, te trajeron al niño y te tomé la que sería la última fotografía de tu vida. Tu rostro ya marcado por la muerte y el niño renuente a abrazar para la foto, al abuelo moribundo que intentaba olvidarse de su condición y sonreir. Ahora lo sé, entonces me negaba a admitirlo.
Al día siguiente, el domingo 4 de diciembre, justo al año del nacimiento de Miguel, conseguiste y yo contigo, olvidar un rato tu condición y viviste yo lo sé ahora, tu nunca lo supiste, el que resultó ser el último día de tu vida con algo de gozo. La casa de María José, tu Mona, la niña que te volvió loco; la de tu nieto, tu ilusión cumplida y la razón de tu mas intenso dolor ante la amenaza de perder tu vida. La presencia de Andrés, el niño de tus ojos en el que te reflejabas orgulloso; y, la suave amabilidad de Pepón que respondiendo a tu antojo compró lasagna y cobijó nuestro último día de gozo familiar en su casa de la que no nos queriámos ir. Nos relajamos y nos atrevimos a llegar una hora tarde a la cita que teniámos en el hospital.
Un año antes, sólo un año antes, también estábamos en un hospital. Seguro entonces hice la reflexión que siempre me hago y siempre digo: la única razón por la que se puede ir contento a un hospital, es el nacimiento de un niño. Estoy segura de que lo hice y de que tu asentiste.
Yo sólo viví contigo, yo sólo te conocí a ti, y no pude haber tenido mejor suerte. Y ese hecho no me limita para tener la certeza de que ningún otro hombre anheló ser abuelo como lo anhelaste tu. Ningún hombre ha vivido el anuncio y la espera del nieto con el inmenso gozo con el que tu esperaste a Miguel. Qué largos te parecieron los ocho meses de conciente espera. Qué locura la noche en la que tu niña se arrojó sobre nuestra cama, contrariando la recomendación que le hiciera Pepón, a decir que existía la posibilidad de que estuviera embarazada. Por más que temeroso de que no resultara cierto te repetías y nos repetías: "No hay que hacer la burra panda, es apenas una posibilidad", no pudiste controlar tus ansias de ser abuelo y tu corazón te dio la certeza de que tu nieto se gestaba. Y el día se te hizo largo, largo. Y contrariando mi recomendación aceptaste la reiterada invitación de Pepón a acompañarlos al médico a la consulta que confirmaría lo que entonces sólo era una posibilidad. La espera, larga larga en el consultorio y finalmente la sonrisa de los padres suficiente para dar certeza a la esperanza, los abrazos, el inconmensurable gozo.
El ansia por ser abuelo, estoy segura, te entró desde que supiste que María José se casaba. A partir del momento en el que conociste la fecha de la boda, empezaste a hacer conjeturas sobre la fecha en la que posiblemente alcanzarías el grado de abuelo. Y no ocultaste nunca tu anhelo. Y tanto que lo hiciste público sin el menor reparo justo en la ceremonia de la boda cuando respondiste a la invitación que el Padre nos hizo a externar nuestros deseos para la nueva pareja, diciendo que les deseabas lo mejor y que pronto te dieran un nieto.
Y así, a lo largo de los meses que transcurrieron entre la boda y el saber del embarazo, no desaprovechaste ninguna oportunidad para requerir y urgir a la pareja sobre el cumplimiento de tu anhelo.
Fue tan intensa tu ansia de abuelear que he pensado muchas veces que algo te decía que tendrías muy poco tiempo para gozar al niño. ¿Tu urgencia obedecía a un presentimiento de muerte?... Pareciera que sí.
Y en la misma intensidad del anhelo, de la alegría, del gozo de tener al niño entre tus brazos, durmiendo en tu pecho y en nuestra cama entre tu y yo cuando no tenía ni 15 días de nacido, se acentuó el dolor del saberte enfermo. Apenas tenia nuestro niño un mes con quince días, cuando se confirmó que una molestia a la que nos negábamos a dar importancia y que yo atribuí a tus habituales padecimientos estomacales intensificados por los recientes festejos navideños, era el siniestro anuncio esbozado apenas tres días antes, de la presencia del monstruo "emperador de todos los males" que se había asentado en tu esófago. Cómo lloramos, cómo lloraste.. ¿Por qué ahorita, por qué?. Y el niño era la medida del dolor; y era también, el acicate para luchar contra la enfermedad. Al día siguiente, cuando María José recibió la noticia y se vio amenazada por tu muerte, llorando te reclamó y te dijo que no te podías ir, que tenías el compromiso con Miguel de llevarlo a Disney. Lloraste con tu niña al tiempo que prometiste sobrevivir para cumplirlo.
es lo único que te vi desear más que ser presidente mpal.